Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas
asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído
cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y
encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he
cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su
historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor
del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha
puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven
estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja,
bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis
brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero
no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me
hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.