Si puedes soñar sin que los sueños imperiosamente te dominen. Si puedes pensar, sin que los pensamientos sean tu objeto único. Si puedes encararte con el triunfo y el desastre, y tratar de la misma manera a esos dos impostores. Si puedes aguantar que a la verdad por ti expuesta la veas retorcida por los pícaros, para convertirla en lazo de los tontos. O contemplar que las cosas a que diste tu vida se han deshecho, y agacharte y construirlas de nuevo, aunque sea con gastados instrumentos.
Si eres capaz de juntar en un solo haz todos tus triunfos y arriesgarlos, a cara o cruz, en una sola vuelta. Y si perdieras, empezar otra vez como cuando empezaste, y nunca más exhalar una palabra sobre la perdida sufrida. Si puedes obligar a tu corazón, a tus fibras y a tus nervios, a que te obedezcan aún después de haber desfallecido, y que así se mantengan, hasta que en ti no haya otra cosa que la voluntad gritando: ¡Persistid, es la orden!
Si puedes hablar con multitudes y conservar tu virtud, o alternar con reyes y no perder tus comunes rasgos. Si nadie, ni enemigos, ni amantes, ni amigos, pueden causarte daño. Si todos los hombres pueden contar contigo, pero ninguno demasiado. Si eres capaz de llenar el inexorable minuto con el valor de los sesenta segundos de la distancia final...
Tuya será la tierra y cuanto ella contenga, y lo que vale más: ¡Serás un hombre, hijo mío!
Rudyard Kipling