Llegué a Bluefields, en la costa de Nicaragua, al día
siguiente de un ataque de la contra. Había muchos muertos y heridos. Yo estaba
en el hospital cuando uno de los sobrevivientes del tiroteo, un muchacho,
despertó de la anestesia: despertó sin brazos, miró al médico y le pidió:
-Máteme. Me quedé con un nudo en el estómago. Esa noche, noche atroz,
el aire hervía de calor. Yo me eché en una terraza, solo, cara al cielo. No
lejos de allí, sonaba fuerte la música. A pesar de la guerra, a pesar de todo,
el pueblo de Bluefields estaba celebrando la fiesta tradicional del Palo de
Mayo. El gentío bailaba, jubiloso, en torno del árbol ceremonial. Pero yo,
tendido en la terraza, no quería escuchar la música ni quería escuchar nada. Y
en eso estaba, espantando sonidos y tristezas y mosquitos, con los ojos
clavados en la alta noche, cuando un niño de Bluefields, que yo no conocía, se
echó a mi lado y se puso a mirar el cielo, como yo, en silencio. Entonces cayó una estrella fugaz. Yo podía haber pedido un
deseo; pero ni se me ocurrió. Y el niño me explicó: -¿Sabes por qué se caen las estrellas? Es culpa de Dios. Es Dios, que las pega mal. Él pega las estrellas con agua de
arroz. Amanecí bailando.
Eduardo Galeano
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