Amanecí con el despertar de la ciudad. El ambiente se encontraba sumido en una espesa niebla, común en aquellos días otoñales. Al levantarme, me dirigí al baño y, luego de eliminar las impurezas acumuladas durante la noche, haberme lavado las manos y haber refrescado mi rostro, me encontré con mi reflejo en el espejo. Me vi distinto, o más bien, derruido. Mi réplica se encontraba demacrada, corroída por los estragos que había causado el tiempo. Comprendí que era viejo. Recién entonces caí en la cuenta de que mi vida se me escapaba de las manos lentamente, y yo no podía hacer nada para impedir que se me escurra entre mis dedos.
Salí del baño con una decisión tomada. Me vestí con la mejor ropa que encontré. Llegué a la cocina, y me preparé un café muy cargado. Necesitaba tener mucha energía. Puse a calentar algunos panes, pero en el apuro, olvidé comer las tostadas. Salí de mi departamento en el octavo piso, y llamé al ascensor. Esperé lo que dura una eternidad, y el elevador nunca llegó. Corrí a las escaleras, y bajé apresuradamente, mientras pensaba que tan solo bastaba un paso en falso para que cayera rodando, un escalón golpeara mi nuca, yo perdiese la vida, y nunca pudiere concretar el objetivo que me había planteado ese mismo día, el cual determinaría el futuro de mi paso por este mundo. Salí del edificio, crucé la calle, caminé hasta la parada del micro, y allí esperé. Una vez más, esperé.
Mientras tanto, pensé que me podrían haber atropellado mientras cruzaba la transitada avenida, y así nunca podría haberle brindado un sentido a mi patética vida. Llegó el micro, y subí precavidamente para evitar un tropiezo impertinente que mandase mi alma al reino de los Cielos. Encontrándome ya dentro del vehículo, visualicé un asiento libre en el fondo, y acompañado por la inercia, me abalancé sobre él. Una vez sentado, comencé a planificar el resto de mi día, y de mi vida. Me encontraba sumido en mis pensamientos, cuando el micro comenzó a detenerse. Era hora de bajar, y de comenzar a vivir. O a morir.
Una vez abajo, miré mi reloj, y al ver que faltaban unos minutos para que llegase ese momento determinante de mi vida, tan ansiado durante todo el día, decidí que esperaría sentado en el banco de la misma parada en la que bajé. Cada movimiento de las agujas equivalía a una década de espera. O más bien, a un siglo de purgatorio.
La niebla habíase incrementado en el transcurso de la mañana, y su elevada densidad no me permitía ver con claridad la vereda de enfrente, ni la puerta que había allí. Y mucho menos a la gente que salía por ella.
Estaba midiendo las palabras que utilizaría para determinar el resto del camino de la vida por el cual transitaría hasta el día de mi defunción, cuando percaté, gracias a mi desarrollado olfato, esa esencia que tanto añoraba. Un hermoso aroma a rosales primaverales recién florecidos. Levanté la mirada, y vislumbré, entre la espesa niebla, los cálidos labios color carmín que tanto ansiaba; del color de las brasas ardientes, recién apagado el fogón. Apareció el total de su esbelta figura en la vereda de enfrente. Esbelta como un jazmín recién plantado en los primeros días estivales.
Semejante a la Luna solitaria en las frescas noches otoñales, su cuerpo era el único que se veía inmerso en esa niebla. Niebla que todo el día había sido de tinte fantasmal, pero que ahora me recordaba al polvo mágico de las historias infantiles. La esperanza creció en mi pecho como lo hace el pasto de un hermoso jardín medieval después de una llovizna nocturna. Me levanté del asiento, atraído por aquella mujer que tan bien se había disfrazado de poesía, y me apresuré a cruzar la calle. Escuché un estrepitoso sonido, semejante al estruendo producido por los truenos en uno de esos diluvios veraniegos, o más bien, a una bocina. Y se apagó la luz, así como también, la vida.
Luciano Rodríguez
(Cuento publicado en la Revista Rumbos 502, el domingo 07 de abril de 2013)
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